Siete lemas para acabar con la costumbre de preocuparse antes de que esa costumbre acabe con nosotros


(Tomado del libro "Cómo vencer las preocupaciones", de Carnegie y Sálesman)

  1. La ocupación aleja la preocupación. Mantenerse siempre ocupado para que así se logre expulsar lejos la preocupación. La actividad es un medio prodigioso para combatir las enfermedades del espíritu.

  2. No disgustarse por pequeñeces. No permitir que las insignificancias, como destructores comejenes, derriben ese gran roble que es nuestra personalidad.

  3. Emplear la ley de los promedios. Preguntarse siempre: ¿cuáles son las probabilidades más seguras de que ese mal que tanto temo me pueda suceder? Si no es demasiado probable, no me asusto.

  4. Cooperar con lo inevitable. Si algo ya sucedió y no puede ya cambiarse, repetir: “Así es, así fue; no puede ya ser de otro modo”. ¿Para qué llorar por la leche derramada?

  5. Colocarle un límite al tope de tristeza que un mal puede proporcionarme, y de ahí para allá no permitirle que me siga amargando la vida.

  6. No aserrar el aserrín. Dejar que los muertos entierren a los muertos. Lo que ya sucedió irremediablemente, no me puede seguir atormentando indefinidamente, porque eso sería fatal. Agua pasada no mueve molino.

  7. Colocar nuestros problemas en manos de Dios. El apóstol San Pedro escribió esta bella frase: “Colocad vuestras preocupaciones en manos de Dios, que Él se interesa por vosotros”. Y si se interesa es que nos quiere ayudar y nos va a ayudar.

Dios es más fuerte y poderoso que todos nuestros problemas y preocupaciones.

Cada noche me preguntaré: ¿qué debilidad he dominado hoy? ¿A qué pasión me he opuesto? ¿A qué tentación he resistido? ¿Actué con violencia en una discusión? ¿Pude refrenar mi lengua y no lo hice? ¿Mejoraré mis modales?

La diferencia entre un triste y un alegre consiste en que el triste por cualquier nada se queja, y el alegre no se queja por nada.


Si Dios está con nosotros, ¿quién podrá contra nosotros? (Rm 8, 31)


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