Siete lemas para acabar con la costumbre de preocuparse antes de que esa costumbre acabe con nosotros
(Tomado del libro "Cómo vencer las preocupaciones", de Carnegie y Sálesman)
Dios es más fuerte y poderoso que todos nuestros problemas y preocupaciones.
Cada noche me preguntaré: ¿qué debilidad he dominado hoy? ¿A qué pasión me he opuesto? ¿A qué tentación he resistido? ¿Actué con violencia en una discusión? ¿Pude refrenar mi lengua y no lo hice? ¿Mejoraré mis modales?
La diferencia entre un triste y un alegre consiste en que el triste por cualquier nada se queja, y el alegre no se queja por nada.
- La ocupación aleja la preocupación. Mantenerse siempre ocupado para que así se logre expulsar lejos la preocupación. La actividad es un medio prodigioso para combatir las enfermedades del espíritu.
- No disgustarse por pequeñeces. No permitir que las insignificancias, como destructores comejenes, derriben ese gran roble que es nuestra personalidad.
- Emplear la ley de los promedios. Preguntarse siempre: ¿cuáles son las probabilidades más seguras de que ese mal que tanto temo me pueda suceder? Si no es demasiado probable, no me asusto.
- Cooperar con lo inevitable. Si algo ya sucedió y no puede ya cambiarse, repetir: “Así es, así fue; no puede ya ser de otro modo”. ¿Para qué llorar por la leche derramada?
- Colocarle un límite al tope de tristeza que un mal puede proporcionarme, y de ahí para allá no permitirle que me siga amargando la vida.
- No aserrar el aserrín. Dejar que los muertos entierren a los muertos. Lo que ya sucedió irremediablemente, no me puede seguir atormentando indefinidamente, porque eso sería fatal. Agua pasada no mueve molino.
- Colocar nuestros problemas en manos de Dios. El apóstol San Pedro escribió esta bella frase: “Colocad vuestras preocupaciones en manos de Dios, que Él se interesa por vosotros”. Y si se interesa es que nos quiere ayudar y nos va a ayudar.
Dios es más fuerte y poderoso que todos nuestros problemas y preocupaciones.
Cada noche me preguntaré: ¿qué debilidad he dominado hoy? ¿A qué pasión me he opuesto? ¿A qué tentación he resistido? ¿Actué con violencia en una discusión? ¿Pude refrenar mi lengua y no lo hice? ¿Mejoraré mis modales?
La diferencia entre un triste y un alegre consiste en que el triste por cualquier nada se queja, y el alegre no se queja por nada.
Si Dios está con nosotros, ¿quién podrá contra nosotros? (Rm 8, 31)
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